O sorriso de Lilí / Homenaxe a Araceli Herrero Figueroa / Colectivo Egeria
Lilí, mi amiga del alma
Lilí querida: ahora sí hace mucho que no hablamos. Pasó el verano sin nuestro encuentro habitual en el que disfrutábamos tanto. En él nos poníamos al día de los acontecimientos familiares, y del conjunto de eventos ocurridos durante el año. Con ello y con las novedades que Humberto y Víctor, tras sus usuales encuentros en invierno y debidamente interrogados, nos proporcionaban, hemos mantenido esta amistad tan viva y profunda durante más de cuarenta años.
Cuando nos conocimos los hijos pequeños eran bebés. ¿Te acuerdas del Hotel Temple, de las largas esperas en el parque de Ponferrada? Mientras nosotras manteníamos las famosas charlas ellos se tiraban de los pelos (literalmente), preparando así su futura amistad.
¡Qué felices éramos entonces! Al llegar los maridos nos íbamos de excursión, y nosotras nos perdíamos por el monte, absortas en nuestras cosas. Ellos se irritaban porque no avanzábamos, pero acababan diciéndose uno al otro “dejémoslas, están en otro mundo”. Y era verdad.
Víctor te quería y valoraba extraordinariamente. Enamorado de Galicia, se sentía muy cercano a ti por la pasión que te unía a tu tierra, que él, madrileño, consideraba también suya, a la lengua gallega, que chapurreaba, y a su literatura y tradiciones. Admiraba tu cultura y, a pesar de no ser muy hablador, conversaba contigo con mucho interés y le divertía tu sentido del humor. Reía con esa curiosidad tuya sana, nunca inquisidora ni impertinente, porque venía de tu interés sincero por los demás, y que al acercarte a ellos creaba ese clima de intimidad que hacía tan agradable estar a tu lado.
Precisamente este interés te hacía comprender a cada persona en profundidad, con sus particularidades. Así, por ejemplo, nunca fuiste amiga de las etiquetas que con demasiada facilidad se asignan a los niños en el sistema educativo tradicional. Tú sabías valorar las personalidades que no se ajustan a los cánones, entendiendo en cada uno lo que le hace único. Esto, en tu faceta de profesora, te permitía llegar a aquellos niños que otros antes no habían sabido interpretar. Por eso tanto a mí como más adelante a mi hija Mariate nos gustaba comentar contigo el día a día de los niños en su evolución escolar.
Según mi hijo Víctor eras “imparable”, enseguida incluías a todos en tus planes. Efectivamente, al enterarte de que mi suegro era “figueroísta” como tú, con ese entusiasmo desbordante tuyo, nos hiciste sentirnos “figueroístas” a todos, nos regalaste libros sobre la Fundación, y el hasta entonces misterioso obispo Don Manuel Ventura Figueroa, Virrey de las Indias, cuyo retrato en grabado presidía una de las habitaciones de la casa del abuelo (la “habitación del Obispo”, por supuesto), pasó por fin a ser como de la familia.
Mis hijos, Mariate y Víctor, te adoraban. Sentían que te interesabas por ellos y hablaban contigo de sus estudios, sus trabajos, sus proyectos. Al veros en esa camaradería comprendía la relación tan especial que mantenías con tus alumnos, que aparecían en cualquier parte para saludarte, comentarte asuntos personales o reírse un rato contigo. Así, en la casa de nuestras vacaciones de verano, en Bueu, Víctor y Mariate refunfuñaban cuando surgían visitas que les impedían ir a la playa o de excursión, pero a vosotros os recibían con toda la ilusión del mundo: “Claro, Mamá, es que Lilí es muy divertida”.
Humberto, Víctor Martínez, Amalia y Lilí
En efecto, les hacía gracia que en las conversaciones con ellos descubrieras secretos que tenían bien guardados, porque eras muy observadora, y captabas instintivamente todo lo que ocurría a tu alrededor, llegabas al fondo de las personas, creando una unión muy fuerte con ellas.
Gracias a este don tuyo de la observación hemos vivido anécdotas muy pintorescas. En una ocasión en que habíamos acompañado a nuestros maridos a la fábrica de cemento de Toral de los Vados, ellos decidieron quedarse “un momento” allí por razones de trabajo. Nosotras, con los cinco niños, bajamos a Ponferrada. Al poco de salir a la carretera en un vehículo de la fábrica, observaste que nos seguía un coche. “Me parece que nos siguen. ¡Ay, por Dios! Acelere, que sí, que nos siguen… Pero, ¿por qué será? Corra, corra, por favor, ¡seguro que se trata de algún borracho!” Era cierto que nos seguían. “¡Más deprisa, que lleguemos donde haya gente!”. Nunca los niños habían vivido tantas emociones en tan pacífico trayecto. A la mayor velocidad posible, que afortunadamente no era mucha, entramos en la ciudad y paramos. El perseguidor paró también. Paró, se bajó del coche y vino a nosotros. El pobre era un mensajero que pensaba alcanzarnos al salir de la fábrica para decirnos, de parte de nuestros maridos, que no les esperásemos para almorzar.
Al ir pasando el tiempo, y gracias sobre todo a los encuentros veraniegos, se puede decir que las dos familias fueron evolucionando estrechamente unidas, a pesar de la separación geográfica. Está bien claro que “el cariño borra las distancias”.
Al poco de faltar Víctor vinisteis a visitarnos a Bueu, con la intención de que yo me quedara a pasar unos días con vosotros a La Coruña. En aquel momento no tenía fuerza ni para acompañaros.
Al año siguiente volvisteis a buscarme y me sedujisteis hasta llevarme a vuestro apartamento, al dormitorio con aquellas hermosas vistas al mar. Esa etapa fue un remanso de paz para mí. Porque vosotros, con vuestro tacto y delicadeza, supisteis poner a Víctor entre nosotros, como intentando aprovechar el tiempo que nos había faltado y el que nos iba a faltar. Paseamos como siempre por la Torre de Hércules, por la playa, por la ciudad, como siempre, con la satisfacción de estar juntos, tan a gusto. Será por eso que conservo el recuerdo de aquellos días con una sensación profunda que no soy capaz de explicar.
Bueno, Lilí querida, ahora me despido, pero no te preocupes. Cuando nos encontremos con calma en la Eternidad nos explicaremos sin prisas.
Que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañera del alma, compañera.