Pena López, María Carmen

Araceli, Lilí , Liliana…

Una mañana de diciembre de 1964 me encontré caminando por entre la espesa niebla del Miño, que caía cerrada sobre Lugo en las primeras horas del día. Me dirigía por vez primera al Instituto Femenino de la ciudad para estudiar el último curso de Bachillerato: aquel PREU. Venía de la prístina luz salmantina y no estaba acostumbrada a un invierno así.

Me sentía extraña entre mis nuevas compañeras y despistada en las asignaturas, pues el curso estaba ya empezado. Comenzó la clase de Literatura y la catedrática llamó: “Araceli Herrero Figueroa, hábleme sobre...”

No me acuerdo qué le preguntó, pero ella respondió precisa y profunda sobre el tema, siempre con un gesto de tímido respeto y una voz suave, pero clara. Esa fue la primera vez que vi a Araceli, la jovencita estudiosa que habría de convertirse en brillante académica e investigadora.

Lilí

El sol brillaba entre la neblina a la hora del recreo en un patio abierto entre los dos institutos, el de las chicas y el masculino. Araceli se me presentó sonriente como Lilí junto con otras compañeras. Acabaron las clases y salimos a la calle: nos íbamos cruzando con los chicos del Masculino, y ella se enrollaba con unos y otros, algunas palabras incluían un cariñoso choteo con risas, ellos contestaban en una especie de “enxebre regueifa”. Yo, para entonces, ya no me encontraba perdida: había entrado en la Galicia invernal de la mano alegre de Lilí, totalmente distinta a la escolar.

Nací y me crié en la preciosa y querida Salamanca, siempre con la morriña de Galicia inoculada en sangre, pues en ella están mis raíces, particularmente en Vilalba. Aunque pasaba larguísimos veranos en mi villa, no dejaba nunca de añorar la lejana tierra a lo largo de aquellos interminables cursos del Bachiller, como si nunca alcanzara a hacerla del todo mía. Eso se produjo en aquel curso de 1964-65, en el cual mi familia fue a vivir a Lugo durante tres años, en los cuales Lilí estuvo siempre presente, como amiga y como compañera.

Llegado el otoño nos fuimos a estudiar a Santiago y compartimos habitación; hablábamos de mil cosas, pero no tanto de estudios. Para Lilí ese terreno era cosa aparte, un registro que no compartía: cuando tocaba estudiar se concentraba al instante en los libros sin distraerse para nada, acababa antes que las demás, se arreglaba y salíamos: Araceli, al instante, se tornaba en la pizpireta y rideira Lilí.

Liliana

Poco antes de la primavera del primer curso me entero de su vertiente poética en gallego. Algo me había dicho antes sobre Fingoi, aquel colegio suyo tan singular en aquel tiempo dirigido por don Ricardo Carballo Calero, que la había adoptado como pupila destacada e introducido en la alta cultura gallega y en su literatura.

Firmaba sus poemas como Liliana, seudónimo con una carga poética que me daría paso a ese otro registro misterioso de su personalidad, captando algo de su más íntimo ser, ese que nunca alcanzas a conocer del todo en las personas y que, tal vez por ello, es el más atractivo, un cofre cerrado que se abre y se cierra guardando un secreto del alma -poética en este caso- que queda flotando a su alrededor imprimiéndole un halo espiritual.

Fuimos las dos al Hostal de los Reyes Católicos a los Juegos Florales Minervales de 1966. Leyó en la Capilla Real sus poemas entonces premiados, aunque yo sólo conocía uno anterior, maravilloso, escrito a los 16 años:

Unha, duas, tres pingas
cairon
sobre meu rosto.
Chove.
Chora o aire, agarímao a arxe.
Unha, dúas, tres bágoas,
a esbarar,
cairon
na miña man.
Chora cabo de mín. Non a agarimo .
Temo que as miñas mans, torpes, a esfollen.